TARASCONES
Si la risa tuviera dientes, Tarascones sería una dentadura postiza, de esas que chirrían y muerden con más fuerza que la carne joven. Porque esta obra no es un simple pasatiempo para la burguesía ilustrada, que se ríe de sí misma con la condescendencia de quien cree estar por encima del chiste. No. Tarascones es un bozal de encaje sucio, una mordida en la pantorrilla de quienes se creen inmunes al desastre.
Cuatro señoras, con nombres de manual de urbanidad, juegan al té con una fiereza que ni los perros de la cuadra más jodida tienen. Entre volados, porcelanas y pedantería, la trama se retuerce hasta convertirse en un thriller, donde la verdadera carnicería es la de los modales bien aprendidos. La prosa de Demaría es como esas viejas brujas de pueblo que te escupen insultos en un español tan refinado que parecen cumplidos. Su lunfardo estirado, su manierismo, su lengua que corta como cuchillo Tramontina.
La comedia en Tarascones es un exponente quirúrgico, un espectáculo que desgarra con carcajadas la piel del clasismo y deja al descubierto su tejido más pútrido. Esta obra es un prodigio de lo grotesco, una maquinaria dramática que, con precisión absoluta, nos sitúa en un universo de excesos y falsedades, donde la burguesía se devora a sí misma con los modales de un high tea demente. Este texto teatral es una sinfonía de recursos filosos: el lunfardo elevado a una jerga aristocrática, la hipérbole como herramienta de disección social, la estructura de thriller incrustada en una comedia negra que roza la farsa. Quienes espectamos nos encontramos dentro de un juego de espejos deformantes, donde la violencia simbólica se torna literal sin perder jamás el brillo del artificio teatral.
Las actuaciones son una gloria. La sintonía entre Paola Barrientos, Alejandra Flechner, Eugenia Guerty y Susana Pampín es de una exactitud total. Cada gesto, cada inflexión de voz, cada pausa medida con escalpelo refuerzan la sensación de que estamos asistiendo a un ballet de depredadoras encerradas en su propia trampa. Ellas se vuelven una jauría que no ladra: muerde. Una sincronía de hienas enloquecidas por el olor a hipocresía en un campo de batalla con guantes de encaje. Por un lado, Paola Barrientos despliega una calidad actoral que desafía los límites del grotesco y la comedia negra. Su precisión gestual y su dominio del ritmo convierten cada réplica en un estallido de matices, logrando que la histeria y la sofisticación convivan en perfecta armonía. Por otra parte, Eugenia Guerty brilla con una interpretación certera, de una comicidad desbordante y un desenfado natural. Su manejo del gesto y la cadencia verbal convierten cada contestación en una joya teatral, oscilando entre lo grotesco y lo sublime con inteligencia lúdica. Asimismo, Susana Pampín rompe con la fluidez del ritmo narrativo, gestual y vocal, alterando la expectativa de quienes espectamos, generando, con destreza, efectos risibles que mantienen la atención y aportan una intensidad diferente a la obra. Y, por último, pero no menos importante, Alejandra Flechner actúa como si la vida se le fuera en ello: feroz, atenta, con una verdad que desarma. Es de esas bestias del escenario que te hacen reír con el cuerpo entero y, cuando menos lo esperás, te dejan con un nudo en la garganta. Flechner es una actriz y comediante descomunal, de las que no se olvidan.
La dirección de Zorzoli potencia a estas actrices, manteniendo el ritmo frenético sin jamás perder la claridad del texto ni la complejidad de los personajes. Pero lo que hace de Tarascones una obra maestra es su capacidad de convertir lo absurdo en una radiografía descarnada.
Bajo su superficie de juego y exageración, la obra se instala en el inconsciente colectivo como una pregunta incómoda: ¿hasta qué punto somos cómplices de los monstruos que nos divierten? Gonzalo Demaría ha logrado con su texto teatral lo que pocos dramaturgos consiguen: una obra que no se agota en la risa, sino que se expande en su eco, resonando mucho después de que se cierra el telón. Una joya de precisión quirúrgica. Un desquicio necesario. Pero la trampa de Tarascones es esa: te reís como nunca, te divertís, te dejás llevar por el juego, hasta que, en el último sorbo de la taza, te das cuenta de que el té está envenenado. Que la risa no es risa, sino un reflejo de la podredumbre. Que todo lo que viste en escena, de alguna forma, se parece demasiado a la gente que conocés. O peor: a vos.
En síntesis, Tarascones es un festín teatral de humor feroz, una cátedra de veneno y carcajadas, donde el ridículo y la tragedia de la clase bien se baten a duelo en un escándalo de elegancia desquiciada.
Ojalá puedan verla.
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