YEPETO

 “YEPETO” 

o la máquina de proyectar deseos.

Por: Candelaria Saldaño Vicente.

En “Yepeto”, la dramaturgia de Tito Cossa pone en tensión lo visible y lo oculto, en un triángulo que se completa con el vacío. Una comedia dramática de cuidada factura realista, donde las oposiciones —cuerpo e intelecto, juventud y madurez, experiencia y deseo— no se enfrentan, sino que se entrelazan, se manosean, se contradicen.    

La obra nace del encuentro entre un profesor de literatura —hombre solo, introspectivo, cargado de lecturas y silencios— y Antonio, el novio de Cecilia, una alumna, pero cuya presencia atraviesa cada diálogo como una herida abierta. Antonio llega con la urgencia de quien no tolera el misterio. Reprocha, interroga, denuncia un vínculo inadecuado entre su novia y el docente. Pero en ese campo de batalla discursivo, se abre algo inesperado: una forma de amistad. El profesor, que al principio parece defenderse, comienza a leer a Antonio como un texto viviente; lo interroga, lo escucha, lo reconstruye. Y a través de él, se dibuja la figura de Cecilia. Pero no la Cecilia que ama Antonio, ni la que imagina el profesor, sino una tercera: la que los utiliza como materia prima, como laboratorio para su escritura. Cecilia los escribe y los usa para su novela o su teatro o su lo que sea. Los convierte en personajes… ¿qué otra cosa podemos hacer con los hombres sino escribirlos para poder entenderlos? ¿Para poder perdonarlos? ¿Para poder olvidar lo que no se puede nombrar? Y en ese momento, el profesor empieza a soñar en voz alta. Como si el teatro se llenara de sus pensamientos más sucios, más dulces, más tristes. Se vuelve onírico todo, como si Cecilia les hubiera tirado un hechizo encima.

La gran operación de “Yepeto” es esa: tomar una ausencia y volverla omnipresencia. Cecilia, como en ciertas novelas de Henry James, es el centro gravitacional del relato sin emitir palabra. Y es en esa torsión —cuando comprendemos que ella los observa, los escribe, los manipula tal vez— donde la obra da su giro mayor: el espejo se rompe y lo onírico asoma. No como escape, sino como revelación de lo reprimido, del inconsciente del profesor, que empieza a hablar sin metáforas.

Cossa presenta. Propone una maquinaria dramática que funciona con relojería emocional, en donde lo que está en juego no es sólo una mujer disputada, sino la imposibilidad de poseer a alguien sin convertirlo en ficción. Esta obra es como un temblor suave en el pecho. Como ese momento en que una recuerda a alguien que ya no ve, pero que igual sigue ahí, pegado en los bordes de todo.

Roly Serrano no se limita a estar en escena: existe, respira, duele en cada sílaba que pronuncia. Su trabajo en “Yepeto” es una partitura viva donde gesto y silencio laten con urgencia. No actúa en piloto automático: construye un puente entre su interior y aquello que el personaje desea y teme. Su mirada alterna entre lo inmediato, lo profundo y lo íntimo, esa mirada de cerca, de lejos y esa interior que conecta con el personaje. Su voz no recita, sino que revela. Serrano encuentra en las palabras un archivo íntimo, verlo es hacerse consciente de lo que respira el instante. A veces se dirige al espectador como si sus ojos fueran filosas agujas de verdad generando complicidad, y ahí está la carne cruda del teatro. Su entrega no traiciona el texto, lo completa. No hay exhibicionismo, sino verdad escénica. La interpretación de Roly Serrano en “Yepeto” es un territorio en el que dialogan pasado, presente y futuro, en una escena, pareciera que el tiempo se suspende; en otra, estalla con la furia de lo no dicho. Es un viaje sensorial, un recordatorio de que el teatro sucede —y duele— en cada latido.

Alan Madanes irrumpe en la escena como Antonio, aquel joven deportista cuya furia contiene más que un simple impulso: es una descarga de vida, un grito adolescente que busca explicarse a sí mismo frente al espejo de lo inalcanzable. El actor no solo se suelta, sino que se contiene y se encuentra, y al hacerlo, deja emerger un Antonio con raíces propias—un Antonio que aprende a estar parado desde su voz, desde su pulso interno. Alan no traiciona a Cossa, lo engrandece desde la carne y el misterio de sus anhelos, desde esa sensación de que lo que dice no está dictado, sino que surge de las tripas del personaje. Madanes logra que Antonio no parezca un diseño académico, sino alguien que respira, duda, se desarma y se recompone frente al público con honestidad escénica.

Luisina Arito aparece en escena con frescura. Su Cecilia —la figura imposible que solo percibe el profesor— ingresa con un carisma sutil, casi etéreo. Cecilia es real y a la vez no lo es. Arito la habita sin estridencias, con una delicadeza que le otorga lugar al sueño, a la proyección, al ideal masculino del que tanto habla la obra. La presencia de Arito es delicada, pero indoblegable: parece surgir de un espacio donde la palabra se hace atmósfera. Ese instante que ella ocupa —aunque breve— se queda en la memoria del espectador, tejido de silencio y presencia.

En síntesis, “Yepeto” es una ausencia que habla más fuerte que los cuerpos presentes.

Una mina que los hace bailar a los dos como marionetas: el profesor, un tipo lleno de libros y soledades viejas; y el otro, Antonio, un pibe con la sangre caliente y el amor envenenado.

Y ella, Cecilia, la que los une y los separa.

Hay algo de ternura en el modo en que esos dos hombres se sacan las tripas hablando.

Se lastiman con palabras, se acarician con ideas, se olfatean el miedo y el deseo como perros que no saben si cogerse o pelearse.

Y mientras tanto, una va entendiendo que Cecilia no es solo una piba.

Es el espejo roto en el que ellos se miran y no se reconocen.

Es la que abre una grieta por donde se cuela el inconsciente, el sueño, lo que nunca se dice en voz alta.

Yo me quedé pensando en el profesor. En su forma triste de querer. 

En su forma sucia de esconder el amor. Y en cómo eso también es poesía.

La poesía de los hombres solos, de los que no tienen a quién escribirle y entonces se convierten en personajes de alguien más.

Yo salí del teatro pensando en todas las veces que fui un fantasma en la historia de otros.

Y en cómo me habrán nombrado. Si con cariño. Si con rabia. Si con las palabras con las que una escupe o con las que una reza.

“Yepeto” no es una obra. Es una herida.

Y una, si es valiente, entra y se deja sangrar un rato.



Ph: Soledad Aznarez.


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