El cielo que estamos armando

Por Candelaria Saldaño Vicente.

En la noche del 11 de septiembre me senté en una butaca color bordó, en la parte del primer piso, casi en primera fila. Estaba lista para ser parte de este ritual milenario. Sentí que me había dormido en el teatro y al despertar todo se había transformado, todo era parte de una construcción onírica. La sala Carlos Gimenez ya no era parte del Teatro Real sino que había sido transformado en un templo teatral en el que me contaban las historias de cuatro mujeres que profesan este arte sagrado; un umbral en el que me enseñaban sobre los contratos y convenciones de los que somos parte quienes habitamos la escena teatral en diferentes modos. Esta puesta en escena me recordaba que las creencias no son verdades absolutas y que son solo eso, distintas concepciones del hacer, donde la sensibilidad es algo corriente en el cuerpo de quienes habitan la escena. 

El sábado 11 de septiembre asistí a El cielo que estamos armando, dirigida por Maria Belen Pistone con elenco de la Comedia Cordobesa. Obra que completa el ciclo Córdoba Contemporánea en Escena en la sala Carlos Gimenez del Teatro Real. Dicha pieza teatral ejemplifica, en cierta manera, lo que fueron las obras anteriores presentadas, demostrando las diferentes formas de concebir el teatro en Córdoba.

Anfitrionando este templo, Maria Belen Pistone pone en tensión la teatralidad, las poéticas y los discursos que ofrecen cada una de las dramaturgas: Soledad González, Eugenia Hadandoniou, Elisa Gagliano y Daniela Martin. En su forma de crear escena demuestra su propia percepción de lo sagrado y el ritual; de esta forma evoca el verbo de cada dramaturga y homologa sus existencias.

Los textos de cada una de estas mujeres del teatro nos presentan un material escénico que informa en detalle, comunica contextos, establece posicionamientos y, por sobre todo, expresa y comparte sensaciones de la vida cotidiana, la vida docente, el teatro, el amor, la amistad y la familia.

Soledad Gonzalez da lugares intermedios entre la vida de una dramaturga y su existencia dentro de un núcleo familiar. «No sostengo a mi familia con eso, me sostengo a mí», confiesa Soledad en voz de la actriz Silvia Pastorino. Gonzalez da lengua a la importancia de traducir la oralidad que habita y trabaja en pos del teatro, relatando sucesos, la interpretación del ser y algunos momentos históricos sobre el teatro en Córdoba. 

Elisa Gagliano te invita a «que digas que sí. Que pruebes y que te equivoques (...) Si supieras lo aburrido que es morirse». En sus palabras existe un discurso crítico, sensible y lúdico en el que desdobla los sentidos y hace emerger una lengua poética que está por encima del lenguaje preexistente de la obra, y abre a diferentes imágenes a través de su forma de escritura. Gracias Elisa. 

Eugenia Hadandoniou mantiene un sentido de las palabras que, por momentos, nace por repetición en un sistema de inclusiones y relaciones que circundan alrededor de lo propio de renacer a través de su familia, la vida y el teatro. Escribe para conjurar el encuentro.

Daniela Martin, con sutileza, genera metáforas a través de un lenguaje cotidiano y sin demasiadas parafernalias. Nos muestra como un cuerpo volcado hacia afuera puede manifestar poesía de una forma concreta como una abertura del ser, como un lugar de existencia. Sus palabras nacen de una simbiosis íntima y personal a un contrato emotivo que interpela, inunda y estremece. Gracias Daniela, gracias.

Los textos teatrales, los testimonios de cada dramaturga, fueron llevados a escena con gran histrionismo a través de Florencia Rubio, Gabriela Grosso, Silvia Pastorino, Gabriel Coba, Gonzalo Tolosa y Victoria Monti. Es enardecedor las formas en que cada actuante habitó esos textos. Las actrices y actores nos cuentan historias evocando a estas energías femeninas en palabras de las dramaturgas. Evocan a estas mujeres como quienes rezan a sus santas.

Esta pieza teatral ofrece actuaciones con voces y cuerpos variados. Por un lado, las voces masculinas funcionaban, en algún sentido, como contraste que aliviaba tensiones, y a su vez demostraban que, en este templo teatral, no había lugar para sus pretensiones. Por otro lado, Victoria Monti se posiciona en escena con gran seguridad mostrando claridad en su dicción y firmeza en sus posiciones.

En El cielo que estamos armando, actrices y actores se sumergen en las palabras poniendo en discusión lo que la voz dice y la voz que calla. La voz autorizada y la voz que espera a ser escuchada. En la actriz Gabriela Grosso encontramos una de las actuaciones más reveladoras. Las palabras que decía, parecían propias. Por momentos parece que ella camina sobre el umbral de la invocación y los signos de lo natural de la escena. En ella podemos observar la calidad de oficio de actriz que puede y sabe conmover, su calidad expresiva pone en manifiesto que sabe gestionar su corporalidad y da a leer sus emociones.

Nos encontramos con seres concretizados en escena (actrices y actores) que evocan representando y exorcizando sus riesgos. Las palabras de Soledad González en Silvia Pastorino exteriorizan la capacidad de la actriz de habilitar signos y valores en el terreno estético con prestancia, aplomo, escuchando y respirando el clima escénico. Sin golpear esas palabras, Pastorino, una vez más, demuestra su oficio de actriz a través de su voz, su porte y su calidad de narradora oral lo que genera peso en escena por medio del relato y las imágenes que promueve con su presencia. 

Al ver a quienes actúan, muchas veces es posible cuestionar o reflexionar sobre dónde radica el motor de la fuerza en esos cuerpos. En actuaciones como la de Florencia Rubio se puede percibir cómo se apropia del texto posicionándose sobre el límite que separa el pensamiento desde el cuerpo mismo, desde el lenguaje y todo aquello que se remite a una alteridad que todavía no puede ser nombrada. Su capacidad de metamorfosis escénica como mediadora de lo real y lo surreal logran mostrar a una actriz generosa en escena, una actriz que se deja ver.

El cielo que estamos armando se establece por medio del hecho teatral como ritual. Su sentido consiste en el despliegue del ritual que es nuestro, que es propio. Del rescate, del arraigo, de los estados que de tanto en tanto estamos habitando. El sentido de una obra no es necesariamente una lección, dice Barthes, por lo que encuentro en esta obra de teatro un mensaje concreto que no se pretende predicarlo pero sí ponerlo en manifiesto en nuestro ambiente, el ambiente teatral en Córdoba.

Entonces, ¿qué sucede en este gran templo teatral? ¿Que susurran, que gritan las voces? ¿Qué contemplan estas historias? ¿Dónde o a quién le rezamos en este encuentro?  Podemos ver cómo los sentidos pueden hacer mundo o como estas palabras pueden llegar a demostrar el ideal del cielo que se está formando y que ya empezó.


Comentarios

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

ROLANDO

XV Festival “Pensar con Humor” 2022.

Malvinas, 74 días/ 1982